lunes, 3 de diciembre de 2007

En 2020

2020, de abajo

Era temprano, entraba luz por las persianas del dormitorio, consultó el reloj de la mesita de luz, las 7:30 de la mañana, “qué plomazo” despertarse a semejante hora un día domingo, todos dormían; decidió ir al baño, se incorporó con cuidado para no despertar a su esposa, bajó los pies hacia el suelo … ¡y los levantó con violencia, se habían mojado!

Tardó unos segundos en reaccionar, con las piernas aún levantadas, observó el piso; estaba completamente inundado, el agua era turbia, los bordes de un zapato asomaban, pensó que habría cinco centímetros de altura de líquido. Lo invadió un temblor, remangó los extremos del pantalón del pijama y decidió ver qué pasaba en el resto de la casa; primero fue al dormitorio de los chicos y terminó en la cocina, en todas las habitaciones igual, el suelo no tenía desniveles apreciables, no se mojaba más allá de los tobillos.

Sintió algún alivio, finalmente, no parecía tanta agua, aunque fuera con palanganas y ollas sería posible sacarla. Quiso mirar el patio; el agua sólo se movió por el giro de la puerta, afuera el nivel era el mismo que adentro; entonces, el susto lo invadió; lo más rápido que pudo fue hasta una ventana que daba a la calle … sólo agua, las casas de la vereda de enfrente parecían emerger en un lago, ¡no tendría cómo sacar el agua de su casa! Le tocaron la pierna. Era su perro que había entrado y lo miraba con ojos de alarma y de no entender nada; lo levantó y acomodó sobre una silla.

Recordó lo peor que había ocurrido en su zona, un par de años atrás; pero la inundación había quedado a cinco cuadras de distancia. El caos en calles y casas, algunas con más de un metro de agua, había sido tremendo durante tres días, había cesado la lluvia torrencial y, de a poco, fue menguando el desastre. ¿Sería parecido ahora? Miró a su perro, que no le sacaba los ojos de encima, pensó en su gente que seguía durmiendo.

Una semana después:

Abrió lentamente la puerta, como temiendo algo aún peor. Habían puesto ladrillos como veredas de tránsito por toda la casa pero ya casi no se veían, el turbio nivel había crecido un par de centímetros; las paredes comenzaban a mostrar manchas ascendentes de humedad.

Era su primera visita de reconocimiento, abrió las ventanas, el aire alivió la humedad opresiva interior, recuperaría algunas cosas más para llevarlas hasta el auto que había podido dejar a varias cuadras de distancia; se sacó las botas de goma para desagotarlas, eran altas pero no le habían servido de gran cosa tratando de adivinar dónde pisar, por la calle.

No habían tenido alternativa, tuvieron que evacuar la casa. Ningún informe metereológico daba el menor atisbo de optimismo, siquiera a mediano plazo. Al tercer día tornose insufrible que los líquidos no escurrieran en la cocina y mucho peor en el baño, los excrementos no se iban; idearon sacarlos en un balde y tirarlos en el rincón más alejado del patio pero rápidamente se dieron cuenta que era tan desgraciado como el asco de hacerlo, se multiplicaron las moscas. Se cortaba la luz con frecuencia, los alimentos escasearon velozmente, reponerlos era una odisea de ida y vuelta a un supermercado que subsistía, aumentando los precios y con amenaza de cierre por dificultad de aprovisionamiento. Cerca no había cajero automático que funcionara.
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Todavía estaban saludables y no tenían urgencias, que habrían sido terribles, de farmacia, médicos u hospital. Antes que fuera demasiado tarde y fatal, habían decidido dejar la casa.
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2020, de arriba

Ese domingo, la familia despertó tarde, desayunó y se predispuso a colaborar en todo lo necesario para el asado con que festejarían el cumpleaños de la abuela. El cielo oscuro, sin lluvia, no se mostraba propicio pero no contaba, la reunión era lo importante.

La abuela y algunos parientes se demoraban, lo mejor era prender el fuego cuando la mayoría hubiese llegado. Revisando la carne que iban sacando de la heladera, vieron que faltaban molleja y chinchulines, era una pena, y le dijeron a uno de los chicos que se apurara a ir en bicicleta a la carnicería, a unas cuadras de distancia, que abría los domingos hasta medio día.

Pasaron las doce; la gente no llegaba y tampoco las achuras. Se aliviaron al escuchar un auto. Eran dos matrimonios; contaron que les había costado grandes rodeos hasta encontrar por dónde acceder, había inundación por todos lados, “suerte que aquí está todo seco”. Volvió Juancito con las manos vacías: la carnicería cerrada, igual que otros negocios de esa cuadra, tenía agua contra la puerta.

Entonces, reaccionaron como despertando a la realidad, comenzaron las llamadas telefónicas, encendieron la televisión, conectaron Internet.

Una semana después:

La “familia” había aumentado con un matrimonio amigo y dos hijos, que dejaron su casa con un metro de agua; y la abuela, que les pareció mejor traerla porque las visitas y asistencias se habían complicado mucho por congestiones de tránsito y rodeos siempre grandes y distintos.

Los problemas cotidianos iban de mal en peor, un supermercado que parecía continuar bien abastecido estaba muy lejos, por los trayectos largos y caprichosos a recorrer, y había mucha gente, colas interminables; ida y vuelta para aprovisionarse de alimentos podía insumir toda una tarde y parte de la noche. Cargar nafta, otra penuria, ver carteles “cerrado por falta de combustible” para luego dar vueltas hasta encontrar una estación funcionando, y ponerse en la cola, claro, como venía ocurriendo para todo y por todas partes.

En calles secas, comenzaron a aparecer carpas, o cosas parecidas, de gente que intentaba subsistir fuera de sus viviendas inundadas, sólo posible con eventual ayuda de cada vecino.

Estaban inmersos en un desastre mayor, no sólo de lluvias torrenciales, los deshielos avanzaban en la Antártida y en los Andes; catástrofe anunciada y creciente por décadas, sin planes integrales de contingencia nacionales y regionales, que ordenaran el movimiento de gentes y la disponibilidad de servicios y aprovisionamientos esenciales. Cada cual, cada familia, reaccionaba por instinto de conservación, con eventual moderación o terrible desesperación, según su particular circunstancia.

Pensaron que más tarde o más temprano tendrían que dejar la casa, pero sería complicado mientras tuviesen terreno seco, por riesgo de casi perderla, seguramente la invadirían de inmediato. Las tribulaciones iban a continuar; justamente, divisaron por la ventana a una familia que comenzaba a instalar algo como una vivienda precaria, en la calle, allí, en frente.
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Decidieron que lo mejor era aceptar que la propia “familia” seguía creciendo.

Jorge B. Hoyos Ty. - 02/12/07 --
ainda@netverk.com.ar

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